Fidelidad






Ahora que una amiga me dice que ya no puede escuchar Pink Floyd, que no se puede escuchar algo que fue de otro en un espacio de felicidad, y menos, que no se puede escuchar algo que alguien no escuchó, una entrada a un recital clavada en una pizarra de corcho envejeciendo, un día y una hora en el papel, cuando todo debió haberse detenido y el universo siguió, indiferente en el tiempo arrojado adelante como un tren, con la fidelidad aferrada y la felicidad amarilla, leo lo que Mario Bellatin escribe en La Jornada de la Mona y el Paciente. ¿Cúando he sido más feliz?, me pregunto. Puedo contestar que nunca. Ni siquiera la vez que ví a toda una camada de ratas domésticas jugar con sus ruedas y sus columpios como si estuvieran disfrutando de un parque de diversiones. El piso de la jaula estaba recubierto de aserrín. Los animales tenían la edad perfecta. Y eran totalmente míos.
En El Artista, el protagonista pierde la sonrisa ganadora y su falsa felicidad arrogante, su matrimonio y su casa, pierde su voz en las películas que piden a gritos voz y música pero no pierde ni al perro ni al bigote, no es abandonado por el chofer que espera en la puerta de su casa llevarlo a ningún lado, ni por la estrellita en ascenso que ve como quién admiraba se derrumba y entonces compra los recuerdos que nadie quiere, un museo de lo que acaso ni fuimos, el retrato al óleo de la felicidad, en un esplendor de época de oro del cine. Como en los fotogramas a los que el artista se aferra en un incendio, un pequeño instante de felicidad en un encuentro, algo que no es ficción en la ficción del film, en la pruebas fallidas de un film mudo, un pequeño instante en el que alguien encuentra a alguien y se detiene el tiempo. En Drive, al conductor nada parece importarle menos que el dinero, ni el sueldo miserable del taller, ni el acuerdo para que vuelque su auto en su doble vida de doble de riesgo en las películas, ni el millón de dólares de la mafia, ni lo que gana a cambio de llevar en su auto deportivo a ladrones que intentan robos nocturnos, en su triple vida de conductor de bandidos en la que ofrece su suerte en 5 minutos. Pero hay una epifanía en la música, en volar con el auto por un callejón de río seco y en arrojarle piedras al agua cuando atardece y el tiempo se detiene, cuando conoce a una joven madre y a su hijito que tienen un padre y marido, retenido en prisión. En toda la película la felicidad está en ese espacio, en el del atardecer, pequeños rayos amarillos naranjas que dan en los bordes de los objetos y las personas, que se cuelan entre árboles en el río o por las ventanas de una ciudad eléctrica, en el oro de una felicidad apenas vista entre el egoísmo del mal; ni en la ficción que porta máscaras del día, ni en el crimen de la noche: una felicidad fugitiva en la que no se puede ni esperar que vuelva a suceder.
Fidelidad que tiene que ver con la protección del conductor, con el cuidado que cuida las fronteras contra el mail, con la espera del camino en el que se amanece con la sangre de lo inevitable, fidelidad con el corazón clavado en una entrada que espera ser cortada en un recital que sucedió hace años.
Algo en esa fidelidad que se niega al abandono, hay algo en la fidelidad del que entra en un túnel oscuro sabiendo que a lo mejor no hay nada más que oscuridad: una felicidad de la fidelidad, que no tiene que ver con la alegría sino con la resistencia a la injusticia de la pérdida. Si vamos a perderlo todo, no nos queda otra cosa que conservarnos fieles. Como le sucede al protagonista de The Outsiders de Coppola cuando, respuesto, escribe un poema en un cuaderno escolar luego del incendio. No nos queda más que la voluntad de permanecer oro.

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