Verano

Cuando era chico, en los veranos, con mi padre y mi hermano, lo primero que hacíamos al llegar a la ciudad era competir entre nosotros en una carrera por la rambla. Entonces la rambla y los edificios eran pintorescos y no lo que se convirtieron luego y en lo que después se transformaron tantas cosas.
Corríamos de punta a punta de la rambla, descalzos con el mar de fondo.
Mi padre siempre nos ganaba.
Año a año, eran menores las distancias que nos separaban. Un verano, recuerdo la llegada imaginaria al fin del Provincial como si fuera hoy,le gané a mi padre. Entonces yo ya era muy veloz, y lo hubiese sido más, si  no hubiera sido por el accidente en el que casi pierdo un pie.
Recuerdo que mi padre me miró, sonriendo y sin aire. También creo que estaba triste, porque entendió que en algún momento dejamos de ser los más veloces, que el tiempo se agita en nuestros ojos, y que la juventud se escapa en los veranos, como las vacaciones en las que somos felices. Muchos años después, y los años no se atraviesan sin dolor, cuando envejeció y enfermó, cuando ya no pudo dibujar ni comer solo, ni pararse solo y caminar, cuando mi madre se ponía a su lado de la cama y bailaba para que recordara qué era poseer un cuerpo,  un verano debí cargarlo hasta la orilla para que viera el mar, pero ni aún así entendí entonces cuánto coraje puede tener alguien cuando está frente a lo irremediable. Creo que recién ahora lo comprendo, cuando lo veo en una imagen que me llega entre sueños: está ahí, en la rambla, con el torso desnudo y los brazos en jarra, ante el inmenso cielo azul de Mar del Plata, riendo, como si en el fondo, como en El Sueño de los Héroes de Bioy Casares, lo único que importara es saber si en el momento que es preciso, en la pequeña angustia en que el sol se va y todo se oscurece y se vuelve frío,  somos capaces de sostenernos y de saber si realmente fuimos los veloces e invencibles héroes del verano.

Roberto Camarra

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